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RELATO DEL HALLAZGO O INVENCIÓN DE LA SANTA CRUZ



EL RELATO DEL HALLAZGO

La información del hallazgo de la Santa Cruz aparece en multitud de cronistas. Eusebio da cuenta de las excavaciones y del descubrimiento del Gólgota y del Sepulcro, pero silencia la Invención, a que se refieren unánimemente los demás, entre los que importa aludir a San Ambrosio, San Cirilo de Jerusalén, Rufino, Sócrates, Sulpicio Severo, Sozomeno, San Paulino de Nola, Teodoreto y Nicérofo.

Es Gelasio, también de Cesárea y discípulo de Eusebio, quien narra en su Historia de la Iglesia (escrita hacia el 390) los detalles del descubrimiento. Aunque el texto quedó perdido, contamos con una cita de la obra en la Historia de la Iglesia de Rufino (cf. X 7) que dice lo siguiente:

“Alrededor del mismo período, Elena, la madre de Constantino, una mujer incomparable por fe, religiosidad, inigualable grandeza moral, se fue de viaje (...) a Jerusalén y allí se informó entre sus habitantes acerca del lugar en el que el cuerpo de Jesús había sido clavado a la cruz. Este lugar era muy difícil de individuar porque los primeros perseguidores habían erigido allí una estatua a Venus, ya que, cuando un cristiano quería venerar a Cristo en aquel lugar, parecía que rendía culto a Venus. Por esta razón, aquel lugar era poco frecuentado y casi había caído en el olvido. Pero cuando, como se decía, la pía mujer se dirigió al lugar que le había sido indicado por una señal celestial, hizo derribar cuanto había de vergonzoso y penoso y removió la construcción hasta lo profundo”.

Análoga narración se encuentra en Alejandro de Chipre en su “Inventio crucis” y en Sócrates Escolástico que lo describe en su “Historia ecclesiae” añadiendo que el templo a Afrodita estaba todavía en pie cuando llegó Elena.

La expedición imperial que se dirigió a Jerusalén para venerar los Santos Lugares y encontrar el Sepulcro de Cristo (probablemente en el verano del 325) fue dirigida por la emperatriz misma. Esto lo atestiguan Gelasio de Cesárea en su “Historia de la Iglesia”, citado por Rufino de Aquilea [Rufino, Hist. Ecc.,X,7; Eusebio, Vit. Const., III,26-28.], y Alejandro de Chipre ambos del siglo IV [Alejandro de Chipre, Inventio crucis.].

El descubrimiento de la Cruz de Cristo: a pesar de que muchas leyendas han adornado el hecho, lo cierto es que es un acontecimiento histórico probado: los contemporáneos del gran descubrimiento lo incluyeron en sus libros de historia, nunca hubo voces discordantes que rechazasen el hecho como mentira (cuando aparecieron los primeros testimonios escritos habían pasado apenas 20 años y vivían muchos testigos oculares), y recién cuando tardíamente aparecen (fines del siglo V) historias legendarias el historiador Sozomeno toma partido rechazando las exageraciones [Sozomeno, Hist. Ecc.,II, 1].

Nada menos que San Ambrosio, obispo de Milán, predicando la oración fúnebre del emperador Teodosio es uno de los que evoca el evento del descubrimiento de la Vera+Cruz. Dice así: “Llegó Elena, y comenzó a visitar los lugares santos. Entonces el Espíritu de Dios le sugirió de buscar el leño de la cruz. Se llegó al Gólgota, hizo excavar…, y aparecieron tres instrumentos de martirio que yacían desordenados, sepultados bajo los escombros, escondidos del enemigo, pero el triunfo de Cristo no podía permanecer sepultado en las tinieblas” [Ambrosio, De obitu Theodosii, 43,45].

Es evidente que en tal suma de testimonios hay que desglosar lo que a todas luces entraña carácter histórico, de lo mixtificado por la leyenda, para fundamentar el hecho en todas las posibilidades de veracidad.

Apuntemos, ante todo, que los relatos coinciden fundamentalmente en la innegable Invención de la Santa Cruz de Jesucristo, si bien ofrezcan discordancias en cuanto al modo, así como respecto a otros matices secundarios, en los que es posible reconocer la fantasía y la credulidad.

El mutismo de Eusebio constituye el caballo de batalla de los críticos racionalistas, y basados en él, han podido decir que "en la pretendida Invención de la Santa Cruz por Santa Elena reside el origen de una exuberante superstición del peor género, matriz fecunda y rizona de todo el culto de las reliquias y del afán de peregrinar de los siglos siguientes". Schuster-Holzammer reproduce dos de los argumentos principales que esgrimen los escépticos contradictores. Von Sybel se expresa de este modo: "En dos obras pudo habernos hablado Eusebio de la Invención de la Cruz, en la Crónica y en la Vida de Constantino. En la Crónica, por lo menos en la redacción auténtica, nada se dice, y no porque en las refundiciones latinas posteriores se haya interpolado la noticia, ni porque los escritores antiguos aduzcan el testimonio de Eusebio, son suyas las palabras que se le atribuyen". Por su parte Zóckler advierte: "Es muy extraño que Eusebio, el único testigo contemporáneo, habiéndonos dado cuenta circunstanciada de la peregrinación de Santa Elena y de lo que antes que ella hizo Constantino para desescombrar y adornar los Santos Lugares, nada nos diga de lo que en la tradición es el timbre de mayor gloria y el éxito más señalado del viaje de la emperatriz: la Invención de la Cruz".

En efecto, el Obispo de Cesárea describe abundantemente las construcciones realizadas en Palestina, tanto en la zona de Jerusalén y Belén como en la de Mambré y reconoce que, aunque el principal promotor y el que financió las obras fue Constantino, imbuido por Macario, no dejó de participar con su devoción y actividad Santa Elena, sobre todo en los lugares más importantes de la vida de Jesús, a saber, el de su Nacimiento, el de su Muerte y Resurrección y el de su Ascensión a los cielos, conexionados moralmente entre sí- ¿Cómo, pues, si la Invención de la Cruz ocurrió durante los trabajos previos a la erección del "Anastasis" (Basílica del Santo Sepulcro) y del "Martyrion" en el Sepulcro y el Gólgota, pudo ignorarla? Kraus, aducido por Schuster afirma que “el hecho de no aludir a la Invención no demuestra que nada supiese”, ya que omitió otros sucesos que “no aprobaba, pero que tampoco quiso censurar, cual la erección de una estatua de oro en el arco de triunfo de Constantino”. Y encuentra una razón para el mutismo de Eusebio en su simpatía por el culto de las imágenes y reliquias, que ve patente en la epístola a Constancia y en el mote de "iconoclasta" que adjudica al Obispo semiarriano, el historiador Gregoras Nicéforo.

Mas habremos aún de añadir nosotros, que aunque Eusebio nada dice expresamente sobre la Invención, parece aludir a ella cuando escribe que "Constantino erigió un templo”.

Como ya hemos citado anteriormente, contra la reticencia eusebiana se yergue, ante todo, el testimonio incontrovertible de San Cirilo, quien en su epístola a Constancio, anterior al año 356, en que falleció, y según algunos autores escrita el 7 de mayo del 351. se refiere con toda claridad al glorioso acontecimiento: "En vida de tu padre, -le dice-, gran amigo de Dios, y de feliz memoria, se encontró en Jerusalén el saludable leño de la Cruz". Los demás testimonios de graves autores pregonan, a su vez, el hecho fundamental, aunque discrepen en detalles atribuibles a extrañas injerencias.

El problema era reconocer entre las tres cruces la Vera+Cruz. San Ambrosio [16] dice que se debió al títulus crucis que estaba unido a la Cruz de Cristo mientras que las otras dos cruces no tenían inscripciones. Teodoreto de Ciro [17] y Rufino de Aquilea [18] por su parte hablan de un milagro: el obispo Macario para conocer con exactitud cuál era la Cruz de Cristo habría pedido un signo al cielo y había llevado los tres leños al lecho de una mujer enferma, que en contacto con la Vera+Cruz se curó de inmediato.

Así, Teodoreto de Ciro dice: “No estaban seguros de cuál de ellas había sostenido el cuerpo del Señor y recogido las gotas de su preciosa sangre” (Historia de la Iglesia I 17). Al parecer se encontró el títulus (INRI) sobre la cruz del centro, lo que ayudó a distinguir cuál era. Así lo narra Ambrosio de Milán (De obitu Theodosii 45) y Juan Crisóstomo (homilías sobre el Evangelio de Juan 85).

Sin embargo, Elena seguía llena de dudas (cf. Sócrates Escolástico, Historia de la Iglesia I 17). Según otras narraciones, la verificación se llevó a cabo por la curación milagrosa de una mujer enferma de “grave mal” (cf. Teodoreto de Ciro, Historia de la Iglesia).

De cualquier forma, lo más probable es que la distinción se haya hecho gracias a las marcas de los clavos pues el Evangelio de Juan dice que sólo Cristo fue “clavado a la Cruz”.

Así, mientras San Ambrosio el año 375 asegura que verificadas las excavaciones, Elena reconoció la Cruz de Cristo por el título que apareció a su lado, en lo que coincide con San Juan Crisóstomo; Rufino, Sócrates, y Teodoreto, hablan del célebre prodigio de la matrona, que se curó al contacto con la verdadera Cruz; San Paulino y Sulpicio Severo sostienen que se trataba de un difunto que resucitó, y Sozomeno y Nicéforo aceptan las dos cosas a la vez.

En el mismo mes de setiembre de 325 la emperatriz dispone su retorno a Roma, porque una vez comenzado el invierno el viaje por el Mediterráneo se tornaba peligroso. Dispuso dividir las sacras reliquias porque tanto Roma como Jerusalén tenían derecho a ellas. Probablemente una mitad del palo vertical quedó en la Ciudad Santa mientras que la otra mitad y el palo horizontal, junto con los clavos y tierra del Gólgota fueron a Roma. En cuanto al títulus fue dividido: a Roma marchó la mitad que decía “I. NAZARINVS R”, mientras que en Jerusalén quedó la parte en la que se leía “EX IVDAEORVM”.

Otros testimonios históricos importantes que acreditan la historicidad del hallazgo de la Cruz de Cristo lo dan:

  • San Cirilo de Jerusalén, solo 23 años después del descubrimiento y 13 de la consagración de la Iglesia del Santo Sepulcro dice en una de sus catequesis: “El sagrado leño de la Cruz es testigo, como se puede ver aquí y en otras partes aun hoy, porque todo el globo terrestre está lleno de sus fragmentos, que gente movida por la fe ha llevado consigo y que desde aquí se ha irradiado por el mundo” [Cirilo, Cat., IV,10].

  • Una inscripción en Algeria del año 350 que atestigua la existencia y veneración de reliquias del Lignun Crucis [Y Duval, Loca sanctorum Africae, Roma 1982, pp. 331-337 y 351-353.].

  • Gregorio de Niza atestigua la posesión de una partícula de la Vera+Cruz por parte de Macrina, muerta en el 379.

  • Según San Juan Crisóstomo (350-407) los cristianos llevaban al cuello relicarios de oro con reliquias de la Vera+Cruz.

  • “En la partícula más pequeña descansa toda entera la fuerza de la Cruz” decía una inscripción en la basílica que Paulino de Nola hizo erigir al inicio del siglo V, en cuyo altar incluyó una reliquia de la Cruz.

  • San Cirilo de Jerusalén escribe al emperador Constanzo, hijo de Constantino que “durante el reinado del hombre pío, tu padre Constantino, predilecto por Dios, fue encontrado en Jerusalén el leño salvífico de la cruz, con el que la gracia divina concedió el reencuentro de los lugares santos a quien buscaba con pureza de corazón”.

  • Del títulus nos dan testimonio tanto Egeria [Egeria, Itinerarium, 37,1] como San Ambrosio [Ambrosio, De obitu Theodossi, 46.].

  • Sigue una larga lista de testimonios que dejamos para no extendernos en demasía.

Más aún, es cosa casi segura que “el motivo que determinó la edificación de la iglesia en Jerusalén resida en el descubrimiento de la Cruz y no en el del Santo Sepulcro”. Si damos fe al Breviarius, la basílica del Martyrion fue erigida sobre la cripta de Elena, es decir el lugar donde fueron encontradas las cruces. Además la solemne consagración de la Iglesia no fue en ocasión de la fiesta de la Resurrección, es decir la Pascua, sino en el décimo aniversario del descubrimiento de la Cruz. Es algo perfectamente lógico si pensamos en la devoción de Constantino que quiso realzar el signo con el cual había vencido.

La ausencia de este hecho en los escritos de Eusebio de Cesárea que se presentaba como una fuerte objeción cae por la fuerza de tantos y tan valiosos testimonios.

Sea como fuere, el emperador Justiniano legalizó por así decirlo oficialmente la tradición histórica, al escribir en la Novella Quam pulchre que "Elena encontró el venerable madero de los cristianos".

Descubierta la Santa Cruz, dice el Menologio de Basilio del 4 de Noviembre, que la emperatriz con toda su corte la adoró con humilde reverencia y la besó. Mas el pueblo, ávido de asociarse al homenaje y no pudiendo conseguirlo por la enorme afluencia de gente, pidió a voces que se le concediera la gracia de contemplar la ilustre reliquia. Entonces Macario hizo una ostensión solemne del precioso madero y la muchedumbre prorrumpió en unánime "Kyrie eleison".

Esta original miniatura del menologio muestra en lo alto del ambón al Patriarca de Jerusalén, rodeado de sus ministros exponiendo la Cruz a la adoración popular.



Aunque puede considerarse que el hallazgo del venerable Leño, juntamente con el título y los clavos, fuera consecuencia de las excavaciones ordenadas por Constantino a Macario para descubrir el Gólgota y el Sepulcro, y se empezó por demoler el templo de Venus y limpiar la explanada de los materiales de las obras sobrepuestas, la Invención de la Cruz ratificó y aceleró el designio de erigir una basílica monumental, que cubriese los referidos lugares. Instigado así Constantino por su piadosa madre y por el Obispo Macario, confió a los arquitectos Zenobio y Eustorgio la erección del referido templo, cuyas obras se iniciaron el 326.


EL LUGAR DE LA INVENCIÓN

Según asegura la tradición y se señala hoy día en el interior de la iglesia de la Santa Cruz o de Santa Elena, que se cobija en la basílica del Santo Sepulcro, el glorioso trofeo fue hallado en una gruta natural, irregularísima y excavada en la roca. Mide 7,50 metros de largo y otros tantos de latitud, y una media de 3 de altura. El cielo raso tenía antes un rompimiento, que se encontraba a 7 ms. por debajo de la cima del Gólgota, y a 32 del lugar de la crucifixión en dirección nordeste. La oscura gruta que constituye exactamente el emplazamiento de la cisterna, donde se arrojaron las cruces, y que se rellenó después de cascotes y material terroso y detritos, forma actualmente la denominada capilla de la Santa Cruz, a la que, desde el extremo de la nave derecha de la Iglesia, se desciende por una escalinata de trece peldaños, tallados en la roca y consumidos por el pisoteo de las generaciones de visitantes. El santuario, perteneciente a los latinos, exhibe un altar que donó el archiduque Maximiliano, posteriormente emperador de Méjico, y sobre él, colocada en un zócalo de serpentina verde, a modo de roca, aparece una estatua en bronce de Santa Elena, con la cruz en los brazos, de mediocre calidad y gusto.

Esta capilla de la Invención forma parte a su vez de la Iglesia llamada de Santa Elena, de 23 metros de longitud, 13 de ancho y 7 de altura hasta la bóveda que se prolonga con otros 7 en la cúpula. Dista 36 metros del Sepulcro del Señor y cae fuera de los muros de la basílica. Pertenecía a los coptos que la cedieron a los armenios. El piso está a 5,40 metros bajo el nivel de la basílica, y se desciende por una escalera de 29 peldaños que arranca del lado derecho la capilla del reparto de las vestiduras, frontera a la zona posterior del coro de los griegos. Seis columnas monolíticas de color rojizo, coronadas por capiteles de irregular dimensión y diferente estilo, dividen el santuario en tres naves y sostienen las bóvedas y una cúpula, por la que se filtra la luz. El altar de ábside del centro está dedicado a Santa Elena y el del septentrional a San Dimas, el Buen Ladrón. En el tercero se abre la escalinata que desciende a la gruta donde se encontró la Cruz. La disparidad de las columnas debe atribuirse a una restauración de principios del siglo XI, que mantuvieron los Cruzados al rehacer las bóvedas y la cúpula.

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